Matilda está comestible. Lo digo muy en serio: a veces me tengo que controlar para no moderle esos cachetes o la pancita de gorrión.
Te mira y se ríe. Le habla a las cosas, gorjea, ensaya sílabas, le sonríe a la vecina, a la señora que nada en el andarivel de al lado, a todo el mundo.
Se abalanza sobre lo que quiere agarrar y la tenés que estar atajando.
Fuimos al doc las dos juntas y le confesamos: estamos bárbaro. Pesó 7,930, así que nos llevamos un felicitado, porque tuvimos épocas en lo que más le crecía era el pelo.
Es que come con devoción: prefiere hacerlo solita y la comida de nosotros. Se vuelve loca por los pedacitos de tomate y de mandarina. “Me encanta”, dijo el doc. Así que está autorizada a las tartas caseras, pastas, pastel de carne y hasta huevo con moderación.
Tiene un solo diente abajo que lo exhibe con orgullo todo el tiempo. Cuando la desnudás, se toca la panza y viene Joaquín y le dice: “Qué pancita, mamina!!!!”. Y ella se desarma en festejos.
Mide 71 cm. Es una gurrumina que va de un lado para otro en su andador. Llega a las puertas y hace un movimiento de caderas, tic, tac y pasa de 10. Adora desparramarle los autos al hermano. En el suelo se arrastra y ensaya estirar los brazos con la cola para arriba, pero vuelve al gusanito enseguida. Cuerpo a tierra para llegar a lo que quiere.
“Dos horas menos de brazos por día, y gatea”, se despacha el médico. “Pero es tan lindo alzarla”, agrega, y me saca la respuesta de la boca. Así que en casa andamos sin apuros.
Yo le pido un beso y ella me besuquea la pera hasta que me hinca el diente. Y se ríe cuando le digo ayayayaya! Y va de nuevo.
Jugamos a buscar a Titín. El otro día, Joaquín no estaba. Entonces lo buscamos por todos lados y en eso ella dice: “OTÁ”. Y yo me quedé helada. Les juro.
Es un solcito y una bendición.