La primera vez que me fui dos días sola de casa fue en 2005, a los 11 meses de Joaquín. Una viaje de trabajo a Mar del Plata fue la excusa perfecta para dejarle de dar la teta. La segunda vez fue este fin de semana, que viajé a hacer rafting a Mendoza con unas amigas, también con el objetivo de suspender la teta. Ya nos encaminamos al añito y la verdad, Rocío sólo toma a gusto la teta de las 6 de la mañana, pero hay noches en que las que se despierta a cada rato sólo para hacer chup-chup y seguir durmiendo. En el día, hurga y busca todo el tiempo para lo mismo: chup-chup y ya está, traéme mami las milanesas y la pizza.
Antes de irme le dí un poquito… pensando en que era la última. Me subí al taxi y me largué a llorar. Para cuando llegué a la plaza donde estaba el colectivo, era un mar de lágrimas y de angustia. Me miraban como si me hubiera pasado algo grave, o como una trastornada que no se aguanta dejar los chicos 48 horas.
Pero no era (sólo) por eso: era la despedida de la lactancia, de ese momento mágico en el que uno es todo para ese bebé que sólo sabe devolverte la mirada más infinita que uno haya contemplado jamás.
Es la entrega mutua, el placer de olerse, de sentirse, de tocarse. Es el dar y el agradecer, sin límites, como si nada más importara en el mundo.
No está en mis planes tener más bebés, así que el adiós fue profundo, doloroso y necesario también, porque la vida avanza y porque mi Rocío va creciendo sana, fuerte y cantarina como un cascabel. Es una etapa de ambas que se cierra, pero especialmente mía, como madre y mujer que disfrutó a más no poder de darle mucha teta a sus bebés. Buahhhhhhhhhhhhhh!!!
lunes, abril 11, 2011
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